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Dos amigos
Miguel Cueto Álvarez de Sotomayor
Asociación Forestal Andaluza-AFAProfor
Conífero y Frondosa se conocían desde pequeños, aunque Frondosa llegó después, sus raíces se hundieron en el suelo cuando ya Conífero y otros compañeros hacía tiempo que crecían allí. Nacieron en el mismo sitio, una agreste ladera alejada del valle, que divisaban a lo lejos; del pueblo, poblado de huertas y bancales con frutales; y el río, que daba de beber a sus tierras y algún que otro susto con su fiereza de invierno.
Pino-roble de Canicosa de la Sierra
Sus habitantes vieron siempre el lejano bosque como parte de su entorno, como recurso para cubrir sus necesidades de calor y alimento. Después de años de necesidad, aislamiento y pobreza, cortaron árboles para calentarse. Sus ganados recorrieron las laderas en los puertos y frente al pueblo para obtener de ellos leche y carne para alimentarse. Fueron años de necesidad y posguerra hasta esquilmar las tierras y dejar las laderas casi desnudas, con escaso matorral expuesto al sol ibérico y al arrastre de las lluvias otoñales.
Luego vinieron los años de recuperar la cubierta vegetal y dar empleo a los que se quedaron en el pueblo. Era un trabajo duro y fatigoso al que ya estaban habituados, a lidiar con la tierra y sus relieves, antes de la llamada para emigrar a las fábricas de la ciudad cercana, que muchos atendieron.
Conífero y su familia de gimnospermos fueron pioneros, los primeros que se instalan con éxito y vigor en un territorio degradado y pobre porque beben poco y comen menos del suelo, sobreviven con menos agua y nutrientes, les dicen por eso que son frugales y xerófilos.
Esos primeros años, con paciencia y sin prisas, vieron pasar los tórridos veranos mediterráneos, cuando el agua es escasa y mucha la luz. Sus raíces se agarraron al terreno para hacerse adolescentes hasta formar su copa, que hace de parasol y sombrilla de sus acompañantes, que atrapa la luz solar y toda su energía y da sombra a la tierra.
Conífero y sus primeras compañías Pino, Retama, Palmita, cubrieron de verde las laderas, a golpe de sol, de agua y de fotosíntesis: la magia de poder inspirar gas carbónico del aire para crecer, acumular el carbono en su madera y desprender oxígeno.
Durante décadas fueron ellos, pinos y coníferos, los que miraron de lejos al pueblo y el pueblo a ellos como una mancha verde y frondosa en su paisaje que iba creciendo. Luego fueron llevándose a algunos para aprovechar su madera y en los huecos se fueron instalando Frondosa y sus amistades, Acebuche a veces, Encina y Melojo en otros, Roble o Quejigo, sobre un suelo ya más fértil y rico, pues ellos son más exigentes para instalarse y poder crecer.
Bosque mixto de coníferas y frondosas en las inmediaciones del parque nacional de Ordesa y Monte Perdido. I. Muñoz
En esos claros se dispuso de espacio para que Frondosa y Conífero tuvieran su sitio y convivieran, allí empezaron a conocerse y hacerse amigos. Conífero tuvo que trabajarse su llegada con el rudo sol y la poca agua que le llegaba, fue la clase obrera que trabajó duro para que sus hijos tuvieran una vida mejor y otros, como Frondosa, pudieran instalarse con sombra y un suelo mejor. También saben que en todos los sitios no fue así; en otros lugares y paisajes, en otros valles y montañas, el bosque antiguo siguió allí como siempre, espeso y cubierto de verdor, sin necesidad de que Conífero poblara otra vez suelos pobres.
En alguna ladera no llegaron a instalarse del todo, los fuegos se llevaron a Conífero y décadas de crecimiento y formación de suelo para tener que volver a empezar. El fuego llegó incluso hasta la aldea, el humo y las llamas asustaron a todos.
I. Muñoz
Ahora que son ya mayores, los ganados, moradores ocasionales que vienen del pueblo, no les hacen daño como cuando eran jóvenes, expuestos a su diente. Ahora son sus socios y amigos, no llegan a sus hojas y solo comen pasto y pequeños brotes y matojos, los controlan para que no crezcan y compitan con ellos por el agua, evitan que sean yesca para el fuego en verano.
Ahora, ya adultos en su agreste montaña, ven pasar las estaciones desde su privilegiado sitio, tantos años contemplándose. Una vez plantado su pie en esa tierra ya no han podido moverse. Han visto como, con sus semillas, el viento y los animales han llevado a sus descendientes libres a otros lugares, ellos sí han podido moverse, esa ha sido su forma de emigrar y de expandirse.
Han visto pasar los otoños y el viento por sus copas, silbando al atravesar por las acículas de Conífero y susurrando cuando balancea las hojas ya amarillas de Frondosa, morada de los rumores del monte. En el suelo quedan la pinocha de él y la hojarasca juguetona de ella, las lluvias producen sonidos ligeros en él, sonoros en las hojas de ella.
Han visto pasar los inviernos en que ella, tiritando de frío, suelta sus hojas y él aletarga sus movimientos dejando su copa verde, mientras se alimenta el río que se vuelve poderoso por los cauces de sus laderas, lleva aguas más limpias que cuando ellos no estaban y llegaban lodos hasta las calles del pueblo.
Han visto pasar las primaveras que revuelven sus savias, sus instintos se alteran para volver a vivir y ver como juguetean sus compañeros animales del bosque.
Han visto resistir los veranos estoicamente sin apenas respirar ni pestañear, solo pasar el tiempo a esperar que vengan las lluvias.
Han seguido siendo amigos después de todos esos devenires. En el pueblo se les respeta y admira, aunque algunos serán fuego en la chimenea o tejado de cobertizo en las casas de la aldea, y seguirán siendo refugio de los seres que habitan el monte o solaz de paseantes.
En algunos círculos académicos o urbanos se les analiza y disecciona y a él se le menosprecia a veces, a Conífero le llaman foráneo cuando lleva en esa tierra más tiempo que ellos , a Frondosa siempre le consideran la elegida y también a sus primos gimnospermos Sabina o Enebro. Por eso le hizo gracia a Conífero el piñazo que se llevó en una visita uno de esos listos por no mirar arriba, una pequeña broma cómplice con Frondosa. Ellos se ríen de ese clasismo vegetal, se les utiliza para sus juegos teóricos y les dan igual esas visiones. Llevan tanto tiempo juntos, ayudándose, que sólo quieren que les dejen vivir en paz para poder despedir cada otoño a sus semillas y que vuelen a otros lugares del monte; quieren ver pasar tantas estaciones del año como puedan; volver a la tierra ya ancianos donde sus raíces se sigan dando la mano.
Tanto tiempo juntos, compartiendo espacio, dos buenos amigos.
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